POEMANÍA
la manía del poema…
Hoja literaria de aparición virtual
Nº 145/2008
“El acto poético es, verdad de perogrullo,
ante todo un hecho de lenguaje.
Musas y musarañas aparte, aquello que se dice
y el cómo se dice pertenecen a una sola
emisión de voz. La poesía no existe fuera
del reino de las palabras, jamás en el mundillo,
cándido y perezoso, de las buenas intenciones...”
Antonio Cisneros
Poeta invitado: PEPE JUNCO (*)
MI SOMBRA Y YO
Ama esa carne y su sombra
porque es eso a lo que llama vida.
Francisco Brines.
Iba yo tan tranquilo con mi sombra
por concurridas calles donde un calidoscopio
mostraba sin tapujos toda la variedad de las miradas
y pasos de los seres que habitamos
el mundo tal cual es.
Yo le hablaba a mi sombra igual que un viejo ciego
que aconseja y explota al lazarillo
con recomendaciones impagables
sobre las estrategias más valiosas
del arte de vivir.
Ella andaba callada y sigilosa
moviendo con soltura su cabeza en todas direcciones,
haciendo que escuchaba, asintiendo y, a veces,
comprobando alentada que el sol seguía en el cielo.
En un enorme parque, algo cansado,
di a mi cuerpo un respiro
no fuera a ser que el corazón ajado
habilitara un final prematuro a aquella historia.
Cuando miré hacia el suelo vi asombrado
cómo mi aviesa sombra se ocultaba
detrás de inadvertidos matorrales.
Me restregué los ojos por si fuera
una estrella que estaba dislocada
buscando referencias de los suyos.
Ya a una cierta distancia y entre risas
escuché que la sombra me imprecaba
dejándome plantado para siempre
y advirtiendo que nunca, nunca, nunca
volveríamos a vernos.
Yo le maldije su arrogancia altiva
y aún tuve tiempo de vengarme un poco
cuando por un momento aquella nube
la dejó allí, desnuda e imperceptible,
implorando la luz.
DE PIEDRA
Yo estaba allí de piedra y sopesando
que era lo que me convenía más.
La cosa empezó a hartarme cuando
llegó aquel verano calenturiento donde los haya
y a ti ni se te ocurría cambiarme de sitio
para que el sol no me atacara de forma tan perpendicular
y así tener después la excusa de decir
que no podías acariciarme porque ya no te abrasaba el alma
sino que más bien te dejaba las palmas de las manos llenas de ampollas.
De manera que empecé a cuestionarme por primera vez
si aquella relación tan asumida tenía algún sentido.
No es que me fuera mal de piedra, no,
sino que comencé a echar de menos la erótica presencia
de tus prietos y desafiantes muslos sobre mi pecho
y a barruntar que algo estaba sucediendo
porque incluso cuando el sol se marchaba
y teníamos la oscuridad sólo para nosotros
tu excusa fue que mi temperatura era tan baja
que el médico te había recomendado por precaución
no acercarte demasiado a mi cuerpo
no fuera a ser que entonces precisamente tú
fueras de las primeras en soportar los efectos
no por advertidos menos peligrosos
del cambio climático que nos amenazaba.
Había estado recordando cuando nos conocimos
allá en la sagrada tierra Palestina
a donde tú habías ido porque querías sentir
cómo era la atmósfera que había respirado
el autor de Mar Blanco.
Yo había decidido convertirme en piedra
para echar una mano a los niños que luchaban
contra el nuevo holocausto,
pero con las prisas no advertí que mi tamaño era desmesurado
y ya no hubo remedio y ni caso que me hacían allí en aquel descampado.
Te conmovió mi historia y decidiste hacerme tu compañero fiel
a pesar del esfuerzo que te costó convencer al oficial de aduanas
de que yo era tu novio petrificado en vida
en la defensa de mis ideales.
Al pasar el tiempo ya no supe qué hacer
y cuando estaba sopesando ventajas y desventajas
de aquella condición que había adquirido
tú llegaste a hurtadillas acompañada de un fornido muchacho
y entre los dos me arrancaron del lugar que habitaba
en tu hermoso jardín y me llevaron carretilla en ristre
hasta aquel precipicio desde el que, sin consideración,
y sobre todo sin testigos, me arrojaron hasta lo más hondo del mar.
Y allí estuve viviendo largo tiempo
hasta que en otro rapto de generosidad
decidí convertirme en pez espada
para luchar sin descanso por la causa del medio ambiente
y contra los efectos provocados por el cambio climático.
Conservaba la secreta esperanza de que tal vez un día
tú serías capaz de reconocer mi sacrificio
y rescatarme desde el fondo del mar
para volver a ocupar un puesto de honor
en tu adorado y extrañado jardín.
ALOPECIA
Había una vez un poeta portugués
tenía cuatro poetas adentro y vivía muy preocupado...
Yo también escribo cuentos.
Juan Gelman.
Recordé de repente el rostro compungido
del lisboeta mirando por la ventana de su casa
el devenir de una realidad en la que se mezclaban
volutas de humo de sus propios cigarrillos
con otras más huérfanas y desamparadas
que intentaban inútilmente permanecer con vida
adquiriendo la forma de unos pechos fulgentes
y moviéndose al ritmo de una excitante música
para que el sol, deslumbrado y atónito, les diera
una prolongación que no tenían.
Lo recordé en medio de aquella crisis existencial
que me produjo encontrar una noche
en la parte de atrás de la cabeza
(a la que hasta entonces tenía completamente olvidada
como suele olvidarse todo lo que se queda detrás
mientras seguimos falsamente avanzando
sin otra obsesión que la de llegar a una meta
en la que nos aguardan cenizas y olvidos)
un círculo infernal hecho sin pelos
provocado sin duda por algún enemigo
que se había infiltrado seguramente mientras yo dormía
y había conseguido conquistar una zona vital del cuero cabelludo
desde la que planeaba un asalto final dejando en bolas
mi atrofiado cerebro.
Me acordé del rostro resignado del lisboeta
mirando por la ventana y ayudando a la niña
a sacar la platina del chocolate aquel que había comprado
y que constituía su sueño más hermoso.
Pero, sobre todo, me acordé de tus ojos
deslumbrados mirando la hermosa cabellera
que a pesar de los años mi cabeza albergaba
y de aquellas palabras que viniendo de ti se me antojaron
conjuro provocado por los dioses
para preservarme del ya cercano ocaso.
Que yo andaba muy triste no es noticia:
el virus me cogió siendo apenas yo un niño
y con lo cara que andaba la vivienda
tomó la decisión de compartir su vida con la mía.
Hasta me compré un espejo aumentado
para poder seguir continuamente la pista a mi enemigo
y que no me volviera a coger por sorpresa
mientras escenificaba el terrible momento
en que tus ojos horrorizados emigraban
hacia lugares más poblados y vírgenes
buscando una compañía de la que, me lo habías advertido,
no sabías prescindir.
Tú no eras una mujer para andar sola en un descampado
de una cabellera decrépita atacada por enemigos
que no podía combatir.
Como el lisboeta mirando ensimismado
el cadáver del dueño de la tabaquería
que producía volutas de humo
que, sin fortuna, adoptaban las formas más promiscuas
para intentar sobrevivir.
Tú de esas sí que no eras
y no estabas dispuesta a pasar el resto de tu vida
asomada a un balcón de estilo rústico
contemplando las flores y echando de vez en cuando un ojo
a la desierta y estéril llanura que se mostraba, sola e impotente,
en la parte de atrás de mi cabeza giratoria.
CONCLUSIÓN
Mis queridos amigos: la tarde cae inclinada
sobre mis hieráticos, mecanizados brazos.
El sol se ha vuelto a ir atribulado,
aunque mañana lo intentará de nuevo,
y pasado mañana; y así seguirá un tiempo.
He estado haciendo los deberes confiados:
he entrado en una profunda y ardua meditación,
me he encomendado a todas las criaturas,
vivientes o no, que nos rodean,
(o que, pienso yo, les gustaría rodearnos
si tuvieran algún sano propósito).
Así es que he concretado algunos puntos
que paso a enumeraros:
la cosa va de abrazos sin remedio,
de cómplices miradas que sabiendo
la verdad más rotunda,
se inventan cada día sus hazañas
y salen hacia el bosque persiguiendo
inexistentes huellas que conduzcan
al anhelado premio.
No he podido encontrar en parte alguna
pruebas irrefutables que permitan
seguir dándole hilo a la cometa
hacia tierras más vírgenes.
La noche se confunde con el día
y éste se despedaza sin sentido
para que el miedo no nos coja solos.
Lamento confesarlo pero es cierto:
no hay otro modo de vivir la vida
que no sea huyendo del acecho
de sombras invisibles que persiguen
matarnos el asombro.
Por eso, ante pronósticos funestos,
lo nuestro es caminar y, de la mano,
vengarnos de la sangre y el olvido.
Dignificar la especie y ser felices,
no permitiendo que la mala hierba
congele nuestros pasos.
(*) Pepe Junco (José Miguel Junco Ezquerra): Nació en Las Palmas (España) en 1951. Es Licenciado en Historia y en Filología Inglesa por la Universidad de La Laguna. Actualmente imparte clasesde inglés y lengua españolaen el Centro de Adultos de Tamaraceite (CEPA Tamaraceite) en Las Palmas. Ha publicado los siguientes libros “Paises extranjeros” (Ediciones La Discreta, Madrid, 2004); “Los días contados” (Ediciones Digitales Menosletra, Las Palmas, 2002); “El hombre de salitre y otros poemas” (Huerga & Fierro Editores, Madrid, 2000); “Cambios de ritmo” (Edición del autor, 1997); “Hacer las paces” (Mención especial del Jurado en el Premio Internacional de Poesía “Tomas Morales, 1992; Ediciones Cabildo Insular de Las Palmas); y “Telegrama a una estrella” (Edición del autor, 1989). Su obra ha sido recogida en diversas antologías editadas en su país y en el extranjero, como así también han sido levantada su obra en diferentes sitios de Internet.
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